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LA PEQUEÑA ESPERANZA DE OAXACA


Por Juan Carlos de Sancho*

Era una niña diminuta con cara de ángel que vendía pulseras en un bar de Oaxaca a altas horas de la noche. Yo asistía al Primer Encuentro Internacional de Escritores y me llamó la atención verla allí, tan pequeña, tan sola. “Señor- me dijo- cómpreme un par de pulseras que si no me regañaran en casa”. Un norteamericano le sacaba fotos como si la niña fuera un producto turístico más de la ciudad. “No me saque fotos- le increpó la niña- no quiero que me las haga usted”. Le compré dos pulseras, no sin antes preguntarle como se llamaba. “Esperanza- me dijo”.

Oaxaca es Patrimonio de la Humanidad pero una ciudad sin perspectiva porque Esperanza son todos los niños abandonados en sus esquinas y madrugadas. Le dije: “amárrame una de las pulseras y cerraré los ojos para pedir dos deseos”. Esperanza me amarró la pulsera. Todavía la tengo en la mano, dos años después, como si la niña no quisiera irse de mi lado, la pequeña indígena de aquella noche triste.

Fuera del bar nos esperaba su hermano, más pequeño aún que ella. Salí al portal para despedirlos. Eran las dos de la madrugada. No vi a nadie por los alrededores. Nadie vino a recogerlos. “Me voy señor, si no vuelvo a casa pronto me regañarán”. Adiós Esperanza, adiós. La luna se rompió en mil pedazos y yo regresé al hotel desolado. Por la mañana las aceras se llenaron de rendidos indígenas. Allí pasaban todo el día, disimulando su miedo. Mientras tanto, en cada esquina jóvenes soldados custodiaban la seguridad de los que habían secuestrado nuestra espera.

Oaxaca es una ciudad seductora. Sus calles acogen el arco iris, pero cuando sales al exterior vislumbras la pobreza más lacerante, una desventura silenciosa que oscurece el día y sus asuntos más delicados. Soy escritor pero antes un ser humano y doy fe que lo que vi aquellos días constataba una evidencia que me dejaba sin palabras: en un mundo de tonalidades, en una ciudad elegante y luminosa, los pobres indígenas eran como figuritas de barro olvidadas en los márgenes, mendigando una dignidad que les pertenece desde hace siglos.

Sus tierras fueron esquilmadas entonces y ahora sus míseras viviendas carecen de agua, de luz y de los servicios más básicos. Si contestan los apalean, si platican en emisoras los liquidan, si reclaman mejoras salariales los acusan de conspiradores. Si piden libertad los hostigan como si fueran delincuentes. Si añoran más Democracia los imputan por traidores. Si celebran sus usos y costumbres los desmantelan. Mientras tanto, los dirigentes locales, distraen estas verdades con la argucia de sus frases huecas y brillantes, obligando a la población a acatar los acontecimientos como órdenes, negándoles la felicidad que tanto se merecen. En Guelatao, mientras tanto, la estatua de Benito Juárez se transforma en un gran Buda donde los caciques de la región colocan velas negras para que nada cambie. Pero la magia indígena se expande por las cumbres de Oaxaca, como una Esperanza que retorna, como una niña- nube que traerá de nuevo la lluvia de la prosperidad.

Se que volveré a encontrarte por estas calles del sol, niña indígena. Tendrás unos años más y habrás asimilado todas estas congojas que ahora te cuento. Pero entonces serás una joven libre y sin fronteras y vivirás en una ciudad compartida y radiante. Pasearás por las claras avenidas sin temor a ser retenida. En el Zócalo danzarás con tus amigas el Baile de la Piña, de la región de Tuxtepec y por la noche trenzarás las luces blancas de la luna que iluminaran tus días venideros. Y podrás escribir un libro sobre el tiempo aquél en que tu pueblo recuperó finalmente sus ancestrales quimeras. Sabes querida niña que llegar a ser bueno es un arte lento. Tú ya lo eres, pequeña Esperanza de Oaxaca. Por eso el futuro te pertenece.

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